lunes, 2 de abril de 2012

La información no es suficiente 

La mayoría de esas campañas se centran en la información sobre los muchos males que traen consigo esos errores. Sin embargo, la experiencia demuestra que la información, aunque tenga una indudable utilidad, por sí sola resuelve bastante poco. Entre otras cosas, porque la mayoría de las veces el problema no es propiamente la droga, ni el alcohol, ni el fracaso escolar, sino las crisis afectivas que atraviesan esas personas y que les llevan a buscar refugios fáciles al calor de esos errores. 

Y no se trata sólo de gente joven, puesto que hay muchos adultos, quizá profesionales destacados, y que incluso pueden resultar muy brillantes vistos a cierta distancia, que esconden dentro de sí un fuerte analfabetismo sentimental que lastra enormemente sus vidas. 

Al ser humano no siempre le basta con comprender lo que es razonable para luego, sólo con eso, practicarlo. El comportamiento humano está lleno de sombras y de matices que escapan al rigor de la lógica, y que campan por sus respetos moviendo resortes subconscientes de la persona. Inteligencia, voluntad y sentimientos constituyen como una especie de división de poderes sobre un único individuo, y el acierto de su andadura por la vida depende de que esas tres instancias trabajen en buena sintonía. 


Disfrutar haciendo el bien 

Por eso, las personas más anticipativas y previsoras se preguntan con frecuencia cómo deberían educar a sus hijos –o cómo educarse ellos mismos– para no incurrir en esos errores. Porque los errores en educación se pagan muy caros, y aunque no siempre se pueden evitar, lo decisivo es procurar adelantarse y abordarlos antes de que lleguen a plantearse abiertamente. Se trata de lograr, en la medida de lo posible, que no tengamos que esperar a haber tropezado y caído para que el dolor nos haga abrir los ojos a la realidad. 

Lo verdaderamente eficaz es 
centrarse en la prevención, 
pues de sobra sabemos que 
muchos de esos problemas son graves 
y tienen muy difícil remedio. 

Las causas que los producen suelen ser complejas, y se entralazan con muchos factores como la herencia genética, la dinámica familiar, el estilo educativo escolar o la cultura urbana del entorno. No existe un único tipo de solución que sea capaz de resolver estos problemas. 

Pero debemos prestar 
una especial atención 
al desarrollo afectivo 
de las personas. 

Pues, como ha señalado Alasdair Macintyre, una buena educación es, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien y a sentir disgusto haciendo el mal. 

Se trata, por tanto, 
de aprender a querer 
lo que merece ser querido. 


Aprender a educar los sentimientos 

Aprender a educar los sentimientos sigue siendo hoy una de las grandes tareas pendientes. Muchas veces se olvida que los sentimientos son una poderosa realidad humana; y que –para bien o para mal– son habitualmente lo que con más fuerza nos impulsa o nos retrae en nuestro actuar. 

—¿Y por qué crees que se ha descuidado tanto esa educación? 

Unas veces, por la confusa impresión de que los sentimientos son algo oscuro y misterioso, poco racional, y casi ajeno a nuestro control. Otras, porque se confunde sentimiento con sentimentalismo o sensiblería. Y siempre, porque la educación afectiva es una tarea difícil, que requiere mucho discernimiento y mucha constancia (aunque esto no debería sorprendernos, pues nada valioso ha solido ser fácil de alcanzar). 

En cualquier caso, rehuir esa tarea significaría renunciar a mucho, pues los sentimientos aportan a la vida una gran parte de su riqueza. 

Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado nuestros sentimientos. Sin embargo, con frecuencia actuamos como si apenas pudieran educarse, y consideramos a las personas –o a nosotros mismos– como tímidas o extrovertidas, generosas o envidiosas, tristes o alegres, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si eso fuera algo que responde a una inexorable naturaleza casi imposible de modificar. 

Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil precisar. Pero está también el poderoso influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Y está, sobre todo, el propio esfuerzo personal por mejorar. 

—¿Y los sentimientos influyen en las virtudes? 

Cada estilo sentimental favorece unas acciones y entorpece otras. Por tanto, cada estilo sentimental favorece o entorpece una vida psicológicamente sana, y favorece o entorpece la práctica de las virtudes o valores que deseamos alcanzar. No puede olvidarse que la envidia, el egoísmo, la agresividad, o la pereza, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de la adecuada educación de los sentimientos que favorecen o entorpecen esa virtud. La práctica de las virtudes favorece la educación del corazón, y viceversa. 

Está claro que, como sucede con todo empeño humano, la tarea de educar tiene sus límites, y nunca cumple más que una parte de sus propósitos. Pero eso no quita su interés. Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés, pero... ¿quién se ocupa de hacerlo? Si se desentienden la familia y la escuela, y luego uno mismo tampoco sabe bien cómo avanzar en ese camino, la formación del propio estilo emocional acabará en gran parte en manos de las circunstancias, la moda o el azar. 

Es la nuestra una época en la que la familia se ve sometida a una serie de problemas nuevos, sobre los que quizá hemos tenido poco tiempo de reflexionar con calma. 

Es triste ver tantas vidas arruinadas 
por la carcoma silenciosa e implacable 
de la mezquindad afectiva. 

La pregunta es: ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar?, ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, atractivo y complejo, que iremos comentando a lo largo de estas páginas. 

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